El relato de las sensaciones
Hoy, como es miércoles, hablaré de mis aventuras fuera de Japón. Continuaré con la historia de mi escapada a los Montes Wudang, en Hubei, China, cuyo capítulo anterior podéis leer en este post. Esa mañana me levanté muy temprano, desayuné fuerte y salí del hotel con la intención de hacer un recorrido de un día por los montes. Al torcer la esquina donde me despedí de la chica del tren, vi aparecer a Lucy (el nombre inglés de la chica que estaba en la recepción la tarde anterior y que hoy sería mi guía).
No pude evitar esbozar una sonrisa cuando la vi llegar. Nos dimos los buenos días y nos preguntamos casi a la vez si habíamos desayunado (ambos habíamos comido ya). Tomamos un bus de línea y nuestra conversación se fue apagando debido al sueño. Aunque yo era el (supuestamente) más interesado en hacer esta visita, ella estaba mucho más despejada y animada que yo (que me limitaba a permanecer despierto). Llegamos al final de la línea y andamos un tramo hasta llegar a la entrada. La primera impresión fue un poco extraña, me encontré con unas edificaciones modernas, imitando la arquitectura antigua, muchas aún a medias de construir, con enormes espacios vacíos que seguramente se convertirían en un futuro cercano en cafeterías, tiendas y puestos de souvenirs (véase imagen sobre este párrafo). Se ve que quieren montar un circo turístico aquí, y me alegro de no haberlo visto así todavía, aunque lo ideal hubiera sido llegar hace un lustro, que seguro que no había nada de esto.
Comenzamos a subir el monte Zhanqifeng, pasamos por el templo de la Nube Púrpura y continuamos la ascensión. Lucy me iba explicando los detalles que ella conocía del lugar, pero yo le preguntaba a ella, sobre su familia y sus costumbres. Después de haber vivido durante meses en una ciudad grande de China como es Guangzhou, sentía curiosidad de saber de primera mano cómo era la vida de una chica de apenas 20 años de un pueblo del interior. Pero lo más increíble fue que hacía menos de 24 horas no podíamos entendernos y nos costaba expresar ideas simples y en ese momento parecía que podíamos hablar de cualquier cosa. ¡Cuán curiosas son las relaciones humanas!
Llegamos hasta arriba del todo, vimos como los grandes grupos de turistas chinos identificados por pegatinas de colores (y liderados de guías armados con banderitas) iban ocupando las zonas que apenas media hora antes acabábamos de pisar. Durante el ascenso vimos paisajes mágicos, pero os hablaré de ellos en una entrada dedicada exclusivamente a la belleza y la historia de este lugar. Hoy simplemente quiero acabar el relato de las sensaciones que me recordaron quién era, por qué amaba viajar y qué había venido a buscar allí. Aunque yo no me había dado cuenta todavía, no había venido a buscar una experiencia, una fotografía o un paisaje, ni siquiera un templo, un resto arqueológico o los vestigios de una antigua dinastía. Había venido a encontrarme a mí mismo y a recordarme que por mucho que haya andado, aún me quedaba mucho por caminar…
Llevando la contraria a la metáfora, iniciamos el descenso. Yo quería explorar más caminos que antes no habíamos tomado y fuimos haciendo otras combinaciones en nuestro regreso. El camino se alargaba, pero ya había llegado la tarde y el hambre apretaba. Habíamos tomado algunas frutas y dulces a lo largo de la mañana para matar el hambre y asegurarnos la energía de los azúcares, ya que en un alarde de ingeniería, en vez de permitir la ascensión por un camino en cuesta, la misma se realizaba mediante un número de escalones que podía contarse por millares (y no es una exageración). Lucy, que al principio de la jornada se atrevió a fanfarronear de que ella estaba acostumbrada a esta montaña (ya que la había visitado desde niña), no me decía nada pero yo podía leer en su cara el cansancio, además que dejó de iniciar las conversaciones, síntoma inequívoco de que ya necesitábamos pararnos. Nos sentamos a comer en un puesto al borde de uno de los caminos que atravesaban el bosque. Yo apenas comí (algo extraño en mí, pues soy algo glotón) pero ella lo hizo con ganas.
Tras la comida, continuamos el camino de retorno con un paso mucho más relajado. Ella me confesó que estaba muy cansada y que no entendía muy bien que yo hubiera venido desde tan lejos solo para tomar fotos. Normalmente los extranjeros iban hasta allí para quedarse varios días pernoctando en los templos y practicando taichí o artes marciales. Yo le hablé de mi país y le enseñé fotografías y ella me dijo que también iría hasta España a tomar fotos y que así me entendería. Me habló de sus sueños y ambiciones, y entre los más diversos temas se nos escaparon las horas. Llegamos al pueblo de nuevo cuando el sol ya comenzaba a caer. Me despedí con un abrazo (y digo «me» porque fue iniciativa mía) y con un millón de gracias. Ella tardó en reaccionar, nunca había recibido un abrazo de una persona que había conocido hacía 24 horas y me confesó que otra chica en su caso se podría haber sentido ofendida. Tras ello, me abrazó ella a mí, esta vez motu proprio y me hizo prometer que volvería a verla y que si ella venía a España sería yo el que haría de guía. Le ofrecí mi meñique como garantía y ella lo rodeó con el suyo antes de despedirse y desaparecer por una de las callejuelas, eso si, sin dejar de mover el brazo en señal de despedida hasta perder el contacto visual.
Yo volví al hotel, nada más llegar me duché y me cambié, realmente lo necesitaba. Como apenas había comido, decidí salir a merendar algo antes de que atardeciera del todo, pero en ese momento llamaron a la puerta de la habitación. Miré por la mirilla y vi que eran los niños que conocí el primer día que, como sabían que me iba temprano al día siguiente y no podrían verme, venían a despedirse ¿que detallazo, verdad?. Al abrir la puerta un poco, entraron todos en tropel a ver cómo era la habitación… no, no hablo de asomarse… ¡si no de entrar hasta el fondo!… fue muy gracioso. Antes de irnos todos juntos a merendar les hice esta foto, imagen con la que cierro esta historia… una historia que versa de compañeras de un viaje de tren, de pequeños amigos que no hablan tu idioma y de guías improvisadas que no dejan de sonreir… ¡Ah! y de montañas… también habla de montañas… 😉